En tránsito
Eduardo Jordá
Linternas de calabaza
Pasas el día en Málaga y disfrutas de su centro cuajado de museos (hasta el Museo Egipcio se lo llevan ellos desde Melilla). Ves cómo hay ciudades que cambian por trimestres envuelto en esa sensación de admirable empuje y te das de bruces a la altura del mercado de Atarazanas con una imponente manifestación de ‘malaguitas’ de a pie, gente del común que vocifera contra aquel maná hoy maldito del turista, que según los carteles empieza a hacer metástasis en una ciudad enferma de éxito.
La codicia sin normativa devora. Alcalditos arrodillados ante los fondos buitre desahuciaviejos para dejar calles enteras con el letrero de ‘AT’ (Apartamentos Turisticos). Hasta en cuatro portales seguidos pude contarlos al pasar por calle Granada, arteria del sabor local que es hoy un Babel sin brillo. Se hace caja, sí, pero al alto precio de pasear un parque temático por Plaza Uncibay entre el acoso de los relaciones públicas de los bares desde las cinco de la tarde.
Las fachadas están renovadas pero muertas. Echas hasta de menos la otrora decrépita decadencia del centro. Ya ni el café de Chinitas apetece. Ni un un paisano consume allí. Emigraron a Alhaurin de la Torre o o a Estación de Cártama. Algunos resisten y despotrican de un alcalde que dicen que subastó la ciudad al turismo del souvenir cultural.
El currito que vocifera porque no encuentra vivienda molesta. Y bien que hace. Aguantó calladito demasiado que en su bloque sólo uno de los AT está declarado. Los demás se forran en negro cuadruplicando el lucro del rentista.
Ves a los que lanzan sus soflamas y recuerdas a una amiga que buscó piso hace unos meses hasta dejarlo por desesperación. No había por debajo de setecientos euros. En venta sí, siempre que les dejaras a la abuela en garantía.
La sensación de indefensión la palpan hasta los empleados del yate árabe que se podía ver en el muelle uno. El estilo marbelli-Puerto Banús asoma ya la nariz por la capital de la costa del Sol. Hay carnaza de pelotazo, barriadas enteras que transformar para cruceristas, avenidas donde poner más mesas aún que superen incluso a la macro terraza del Pimpi.
A uno sólo le queda dejarse llevar por la corriente sin hacerse demasiadas preguntas. Cuando entra la pasta todos callan. El silencio es el pago a esta precaria y pasajera opulencia que se nos escurre entre los dedos por no querer ponerle cabeza.
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