La ciudad y los días
Carlos Colón
El avestruz y los tres monos sabios
Monticello
A Pepe Luis Vázquez
Sigo sin tener miedo a la muerte, pero ahora, cuando amanece, me gusta quitarme las sábanas y sentir el frío, verme las cicatrices, poner un pie en el suelo, saber que estoy vivo y que tengo otro día por delante. Así contestaba, hace unos años, un viejo torero, en su última clausura, a la pregunta que le hacía un compañero, algo más joven, sobre el temor a la muerte que él siempre había negado. Por una de esas de anécdotas taurinas, quien sabe si apócrifas, ha sobrevivido como un lugar común de nuestro romanticismo, esa idea de que al torero de vocación sublime solo le falta morir en la plaza. Ahí estaría su culminación épica, la literatura y el mito. Tú quieres ser Belmonte en los teatros de París, se grita desesperada y sangrante, sobre las tablas, Angelica Liddel, en su Liebestod (muerte de amor). El arte de torear es, lo sabemos bien, el único que puede emular sin representación los términos trágicos de la vida. Un arte que se puede pagar con la propia muerte. No obstante, cuando uno piensa en aquel torero que se levantaba las sábanas para, dichoso, sentirse el cuerpo, las cicatrices, el frío, entiende bien que la soberanía sobre la propia vida, y no la apetencia de muerte, es el eje de esa forma de existencia. Que no es morir, sino vivir en la plaza, el último cometido. El toreo que tiene como arte la ventaja de su verdad agraria, no admite signos vacíos ni deconstrucciones. Tampoco podrá el torero, como artista, conformarse nunca con la vida en bruto. Las imágenes que nos envían los amigos del maestro Pepe Luis Vázquez, diezmado y sublime, en sus últimos tentaderos, son las imágenes de una rebelión, la impugnación de esa vida en bruto o de la brutalidad de la vida, la terquedad de mantener una alianza entre el propio cuerpo y lo imposible. Se ha escrito mucho sobre lo que ha significado la muerte de Dios en el arte, de esa “presencia real” a la que el artista quería dar respuesta. No es fácil creer en la autenticidad de las experiencias estéticas cuando se ha violado el hilo de la trascendencia. Ahora bien, mirando el último el juego del maestro, su natural postrero, cualquiera puede entender que hay artistas dichosos que son capaces de vivir hasta el final en la creencia de que cumplir con las distancias que exige lo virtuoso, era precisamente para dialogar con Dios de hombre a hombre.
También te puede interesar
La ciudad y los días
Carlos Colón
El avestruz y los tres monos sabios
El catalejo
Sin tregua ni con la DANA
Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
Notas al margen
David Fernández
Juanma Moreno se adentra en las tripas del SAS
Lo último