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España no es un Estado fallido ni está camino de serlo, idea que desde algunos medios se ha intentado instalar en la opinión pública durante la grave crisis institucional derivada de la catástrofe que ha sacudido Valencia. Todo lo contrario. El país cuenta con una economía robusta, si se la compara con las de su zona, una sociedad civil movilizada y solidaria, como se ha comprobado en estos días de angustia, y unas instituciones capaces de hacer frente a situaciones comprometidas, como demostraron los Reyes durante los incidentes del pasado domingo. Pero España sí padece una profunda crisis política y de calidad de sus liderazgos. En Valencia, el Estado no ha respondido a la demanda de una población castigada por un desastre natural sin precedentes y con necesidades urgentísimas de asistencia porque la gestión política del Gobierno de la nación y de la comunidad autónoma ha sido nefasta. La resistencia de Pedro Sánchez a asumir desde el primer momento la emergencia nacional que la Dana había provocado y la negativa de Carlos Mazón, presidente de la Comunidad Valenciana, a ceder el mando crearon un vacío institucional con consecuencias muy graves. Se ha actuado tarde y se ha actuado mal en una situación que no admitía demoras ni consideraciones de tipo político. Lo que ha ocurrido es muy grave y debería tener consecuencias. Los electores valorarán en su momento lo sucedido estos días porque un desastre de las características del que ha castigado el levante español, y el modo en el que las administraciones lo han gestionado, no es algo que se pueda olvidar en unos meses. La sombra de Valencia se proyectará, para mal, sobre lo que queda de legislatura.
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