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Se cumplen cuarenta años del referéndum del 28 de Febrero. Lo que entonces caracterizaba y diferenciaba la reivindicación autonomista en Andalucía es que concebía ésta como una palanca para salir del atraso y del subdesarrollo. Los andaluces no queríamos la autonomía para difundir y usar una lengua, ni para recuperar instituciones abolidas por la dictadura, ni para reforzar nuestra identidad. La queríamos para terminar con la injusticia social, con el agravio comparativo permanente, con la marginación sistemática a la que nos había sometido el franquismo frente a la España desarrollada. Andalucía, la tierra de Séneca, de Trajano, de Averroes, de Maimónides, de Góngora, de García Lorca, y tantos otros, la tierra cuyo folclore es el que identifica a España en todo el mundo, no estaba dispuesta a conformarse con un papel secundario en el futuro de la nueva España democrática.
Frecuentemente se ha olvidado esta dimensión que se me antoja esencial para entender el proceso autonómico andaluz y también para comprender lo que vino desde el 28 de Febrero en adelante. Lo que quería el pueblo andaluz -y lo sigue queriendo hoy, a mi juicio- era que nadie nos mirara por encima del hombro, que pudiéramos acabar con los tópicos de la indolencia y la resignación, que cesara esa visión de España que menosprecia nuestra particular forma de hablar el idioma castellano, y que, todavía en 1992, consideraba que una inversión como la del AVE -el "trenecillo", recuerden a Aznar- no debía empezar por el Sur; esa concepción de España que dio lugar a que la industria automovilística en este país se encuentre situada al norte de la línea que une Extremadura con el sur de Valencia. Nos sentíamos orgullosos de ser andaluces, pero además queríamos que el resto de España sintiera ese mismo orgullo de nosotros.
Todo esto es algo que la derecha no supo entender, y por eso la UCD y el Gobierno de Suárez acabaron oponiéndose al referéndum andaluz, boicoteándolo y pidiendo la abstención. Aquel eslogan de "Andaluz, no votes, éste no es tu referéndum" resume mejor que nada la magnitud de aquel inmenso error. En realidad, la autonomía andaluza tiene una mayor y más auténtica legitimidad democrática que ninguna otra, porque es la única que nace de un acto de voluntad colectiva directamente expresado: fue el resultado de la mayor movilización democrática que ha conocido la historia de nuestro país. La ciudadanía, contra viento y marea, con el Gobierno formulando una pregunta endiablada y críptica para que nadie la entendiera, con TVE en contra, con un censo electoral en el que figuraban los muertos, con la prensa nacional en contra, con la Iglesia Católica sembrando la duda en los feligreses, a pesar de todo, fue capaz de dar una lección a toda España y conquistar su derecho al autogobierno.
En ese proceso autonómico jugaron un innegable papel miles de hombres y mujeres de esta tierra de toda condición y edad. Pero hubo quienes tuvieron un protagonismo determinante: Plácido Fernández Viagas y Rafael Escuredo, sobre todos. El primero, impulsando y alcanzando el mayor acuerdo político de nuestra historia: el Pacto de Antequera. La inteligencia y la tenacidad de Plácido, recogiendo en la iniciativa política lo que era una indudable pulsión popular, contribuyeron certeramente a que arrancara un engranaje institucional que, a la postre, resultó imparable. El segundo, Escuredo, dándole a todo el proceso la pasión y el sentimiento que latían en la sociedad andaluza. Su campaña, implicando a múltiples y diversas personalidades del mundo artístico y literario, fue sobre todo una campaña de y con la gente: decenas de miles de personas acudían a los actos a favor del SI, más allá de siglas y de los partidos políticos. En esa hora jugó un papel innegable Manuel Clavero; su dimisión como ministro de Suárez, en un acto de coherencia poco frecuente, prestó un baño de credibilidad al proceso ante los sectores de centroderecha y movilizó amplios sectores de la sociedad andaluza.
Además, el proceso andaluz tenía en su seno un elemento que resultó decisivo para el futuro del modelo territorial en nuestro país: no planteamos la autonomía plena como un privilegio o una excepción para Andalucía, aunque hubiera razones para hacerlo así. Por el contrario, se trataba de abrir la puerta a que otros territorios, en función de la voluntad expresa de sus representantes, pudieran acceder a ese mismo grado de autonomía política. Era la primera vez en nuestra historia que una región planteaba una reivindicación de más poder político con un espíritu colaborativo y no competitivo; hasta entonces todas las que lo habían reivindicado lo habían hecho por sí y para sí, provocando privilegios y agravios. Andalucía quebró esa tendencia histórica, abriendo paso a la posibilidad de orientar el desarrollo de nuestro modelo territorial en un sentido federalizante en el que deben primar los principios de cooperación y lealtad interinstitucional. Ésa es su gran aportación, a la que nunca debería renunciar y que tan necesaria vuelve a ser en estos tiempos de ahora.
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