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Gaza, el nuevo Belén
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Quizá no haya un relato más maravilloso que el de la Natividad, acontecida en aquel chozo de Belén en el tiempo del imperial Augusto. Debemos a San Lucas y a San Mateo la iconografía de este hermoso relato, que debería deleitar a creyentes y a no creyentes, a crédulos y a incrédulos. Pese a las restricciones impuestas por la pandemia, nos cuesta mucho abstraernos de la decoración horteril que nos invade en las calles. Luminaria, cacharritos, arbolitos dichosos y jaimas de beduinos levantadas en los centros históricos.
La marea humana, si bien cohibida por el miedo al virus, se sigue dejando ver. Por fortuna no nos topamos con los infumables coros de campanilleros que atoran las vías comerciales más estrechas. Pero, a pesar de las limitaciones, de cuando en cuando aflora la grosería humana que se ha hecho ya inherente no a la Navidad, sino a su malversación como fiesta y alegría para el pueblo. El ángel que se apareció a los pastores los acongojó en la umbrosa noche palestina, pero les anunció: "No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo" (Lucas, 2, 10).
Decimos que nos cuesta abstraernos y fundirnos en el fabuloso misterio del Niño Jesús, aquel neonato al que, no obstante, le ofrecerán no sólo oro e incienso, sino mirra, símbolo del sufrimiento y mejunje usado para embalsamar cadáveres. El Evangelio armenio de la infancia hablaba de tres supuestos magos reales, que atendían a los nombres del persa Melkon, el arábigo Melchor y Baltasar, el de la tez morena, que vendría al parecer de entre el país de los indios.
En obras como el Tríptico de la Epifanía de Memling o la Adoración de los Magos de Durero, se plasma la postración de los tres misteriosos emisarios del Oriente ante la carnal alegoría del tiempo: Jesús Cronocrátor (o Señor de las edades de la vida humana). Melchor, arrodillado, representaría la genuflexión de la vejez. El tiempo presente del hombre maduro lo encarnaría Gaspar. El tercero, el negro y más lozano Baltasar, reflejaría la juventud y el futuro como promesa.
La Navidad viene a ser un saldo personal respecto al tiempo. Por edad unos somos ya más Gaspares y Melchores que Baltasares. Pero aceptamos la ofrenda de nuestra propia caducidad ante el rey de reyes (sea éste o no el Hijo del Hombre o la más excelsa abstracción que se quiera). Pero, decíamos, las calles nos lo ponen muy difícil y los ayuntamientos se empeñan en lastrar el encanto de nuestros reencuentros más íntimos. De ahí, por ejemplo, el camello de pvc que hay dispuesto en la escalinata de las Setas de la Encarnación de Sevilla, rodeado de plantas de plástico y de toldos traídos de alguna playa de Torremolinos. ¿Era necesario?
Todos los sevillanos -y disculpen el inofensivo aldeanismo- recordamos por Navidad los años en los que el regidor José Ignacio Zoido convirtió el espinazo histórico de la ciudad en una Jerusalén pop repleta de atroz luminaria, atracciones de feria y mobiliario post-kitch, que habría hecho las delicias de un aspirante a levantar la fantasía de un palacio loperiano en el muy querido barrio de Rochelambert.
La Navidad, con su alegría transgresora contra el poder, halla su origen en otras fuentes desconocidas para el vulgo de hoy, como sugiere Alberto del Campo Tejedor en Historia de la Navidad (El Paseo Editorial). El subtítulo del volumen nos invita a redescubrir el sentido antropológico que como fiesta popular tuvo la celebración de la venida de Cristo al mundo (El nacimiento del goce festivo en el cristianismo). La diversión no consiste en aceptar las idioteces gregarias a las que parece obligar la Navidad y su malentendido.
Días atrás se produjo la conjunción de Júpiter y Saturno sobre la Tierra. Hace ochocientos años que este capricho del cosmos no se producía bajo el ensueño futuro de Kleper. De ahí la tradición medieval de atribuir el nacimiento de Jesús bajo aquella conjunción planetaria, pero situando su venida al mundo no en diciembre, sino en marzo. Podría ser que la estrella de Belén que vieran los magos, con aquel destello de albayalde, se debiera a aquel azar entre Júpiter y Saturno. Siglos más tarde el Giotto pintará su bola de fuego cometaria en el lienzo de la adoración de los Reyes Magos.
Uno no descartaría que algún devoto de la nueva religión pastafari, que existe, defienda que la estrella de Belén se debió en verdad a la primera aparición del Monstruo del Espagueti Volador, especie de albóndiga y pasta, pero que es la deidad creadora y sobrenatural a la que adoran los pastafaris. Pero, si les parece, de la macarrónica fe pastafari hablaremos otro día.
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