La tribuna
Elogio del amor
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Que el dedo que señala a ese moralista sin moral caído en el cráter de su patetismo no nos distraiga y podamos ver, como en un haiku, la luna y no al botarate dimitido. Quiero decir que miremos al fondo el asunto, del cual Selene es un emblema, símbolo del romanticismo. Este tiene desde hace unos años pésima prensa, condenado por los discursos más radicales como un engañabobos: sería alcahueta necesaria para el crimen de las relaciones tóxicas. El amor romántico es hoy un apestado, arrinconado por la pornografía, que no el erotismo, y no menos por la nueva moral (nueva amoral) que castra al espíritu y lo elevado y se ceba lo físico mondo, plegándonos a los archivos de la zoología.
¿No es paradoja que conforme avanza el materialismo y se prima el disfrute instantáneo, lo superficial y lo carnal, las experiencias “fuertes”, se condene y persiga la cara salvaje del ser humano? Al parecer, la naturaleza está muy bien en las proclamas y en los eslóganes ecologistas. Ahora, reconocer lo natural del hombre (específicamente del varón) ya no está tan bien. Se defiende la biología negando lo biológico, y así nos va. Porque todo lo viril es hoy una mancha signada por ese sambenito, el patriarcado. ¿Para qué fijarnos en los mamíferos que tenemos más cerca? ¿Para qué prestar atención a la sangre, a los genes?
Al varón lo azuza una pulsión sexual superior a la de la hembra, y más constante en el tiempo. Negar esto no le hace ningún favor a la verdad. Lo cierto es que sobre los impulsos más primitivos y toscos de nuestra especie se han ido imponiendo a lo largo de los siglos elementos correctores, a veces fijados por las leyes (ya no se puede matar tan alegremente como en el Far West) y en general, influyendo en ellas, por los usos y costumbres, por la mentalidad cambiante. Y aquí interviene esa palabra que va desapareciendo a ritmo menos rápido que su concepto: el amor.
El amor entre humanos es un estadio más evolucionado que el del mero apareamiento o el de la satisfacción de instintos. Es un invento colosal que dulcificó comportamientos rudos y mostró que, además de deseo, el ser humano puede sentir vínculos emocionales con esa otra persona, practique la coyunda con ella o no. Es, sobre la base de lo animal, alzar el templo de lo humano entre las otras pasiones. El amor, que antes movía el Sol y las otras estrellas, hoy está de capa caída.
Como lo conocemos literariamente, el amor surge en Occitania en el siglo XII por medio de los trovadores. Es, embellecido en el lenguaje, un punto de fuga de la rigidez social que obligaba a las bodas pactadas por intereses de familia. Y la mujer se sintió enseguida identificada en esa llave que le abría la celda de lo impuesto. Frente a la convención materialista de reunir patrimonios y derechos, este amor trovadoresco era infiel, sí, al matrimonio, pero al mismo tiempo era fidelísimo a los sentimientos, filtro de amor en el que intervenían la concupiscencia y la idealización. Esta también tiene la peor consideración hoy día, pero es un elemento consustancial al ser humano, que no solo duerme: sueña; que no solo procesa percepciones: imagina.
En los romances del XII y centurias siguientes hubo mujeres que acogieron como propios los relatos (en verso) de esos amores que, por rebeldes, tan a menudo eran infortunados. María de Francia, por ejemplo, hilvanó octosílabos con esos amores adúlteros de Tristán e Isolda que venían de antes, cada vez más refinados, con afluentes que borboteaban con agua céltica o de Persia. El testigo del amor cortés pasó seguidamente a Petrarca y a Dante (Laura y Beatriz), y estalla en el Renacimiento con un encendido canto al amor que en nuestra lengua tiene como hito insuperable a Garcilaso.
En las relaciones que el marco de ideas actual promueve, sin embargo, el amor tiene muy poco espacio. Todo es hedonismo torpe (que se conforma con cualquier cosa), inmediatez, exceso, ya sea en drogas, alcohol o sexo. Los sentimientos están siendo sepultados y entre los adolescentes hoy ya no se piensa en las sutilezas del cortejo y en relaciones de pareja. Lo bello ha quedado desterrado ante lo zafio y tantas canciones de amor sublimes son hoy antiguallas vencidas por el reguetón y otras formas supinas de la inarmonía, también psíquica.
Se aprecia en el desgraciado que ha copado la atención las pasadas semanas una falta absoluta de amor, de delicadeza hacia quienes podrían haber sido sus parejas o no (que el amor puede ser no correspondido). Pero el avasallamiento es lo contrario del amor.
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