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Incierto futuro de la inspección educativa
La tribuna
Finalizó un año en el que se ha conmemorado el 175 aniversario de la implantación de la inspección de educación. Aunque existieron precedentes remotos, fue en 1.849 cuando se crea vinculada a la extensión que la “instrucción primaria elemental” estaba adquiriendo en las provincias del Estado. Nace con una doble intención; vigilar, ya que la Administración, se decía, sin los inspectores “nada ve, nada sabe y nada puede remediar”, e impulsar el enriquecimiento de un sistema muy precario, de forma que se llegaba a afirmar: “La creación de los Inspectores que han pedido la mayor parte de las provincias dará la vida a la instrucción primaria, y será uno de los medios que más contribuyan a mejorar la educación del pueblo”.
Por tanto, desde sus inicios, la inspección lleva en su genética una conexión umbilical con la implantación y desarrollo de la educación pública. Entre sus fines destacaban la vigilancia, hoy denominada supervisión, y la mejora del sistema de enseñanza, hoy a través de funciones de asesoramiento y evaluación. Pero lo que a mediados del siglo XIX era un sistema incipiente, hoy es un derecho básico en un país democrático cuya garantía corresponde al Estado, y cuyo ejercicio puede reportar beneficios individuales y sociales, de ahí que esté consagrado en la Constitución.
Llegados a este punto, cabe preguntarse cuál debe ser el papel de la inspección de educación en una época en la que, como formula el catedrático Xavier Bonal, debemos hablar de un “derecho ampliado”, es decir, el hecho educativo es hoy también un hecho social. Por lo que es necesaria una gobernanza distinta, como se está poniendo de manifiesto no solo en el ámbito educativo, sino en todos los que afectan a derechos ciudadanos básicos. Por tanto, es necesario redefinir el papel de la institución, de la escuela, y de los profesionales de la misma, entre ellos los inspectores e inspectoras de educación.
Ante el nuevo panorama, lo importante no es la mera vigilancia propia de los orígenes, ni siquiera la moderna supervisión, entre otros motivos, porque la Administración de hoy tiene medios sobrados para conocer lo que ocurre en los centros y afrontar sus problemas. Ya no somos los ojos de una Administración que nada puede remediar sin nosotros. Sin embargo, lo que ahora puede y debe aportar la inspección educativa es una mirada que explique y desvele la complejidad de los procesos que ocurren en un centro educativo, en el marco de los contextos sociales que los condicionan. Y algo más, ante un sistema ciego, es fundamental saber qué está ocurriendo en el interior de las aulas, precisamente un terreno casi exclusivo de la inspección educativa. Por supuesto, con pretensión de una comprensión profunda, no con la mera aplicación de formularios y registros de protocolos inútiles, como ocurre hoy.
Pero además, la amplitud y complejidad del sistema educativo actual, nos lleva a que el replanteamiento del papel de la inspección educativa conduzca a que su trabajo se desarrolle en territorios y zonas bien determinadas, ejerciendo la dirección de las mismas, como bisagra entre la administración y los centros, con un trabajo en red y en equipo, propiciando el intercambio entre los mismos, procurando el equilibrio en la distribución del alumnado y de los recursos humanos y materiales, mediando en conflictos de intereses, colaborando en la ordenación de las enseñanzas, valorando los resultados obtenidos, coordinando la formación del profesorado, e informando y proponiendo a la administración y la ciudadanía mejoras sobre elementos esenciales. Y, sobre todo, denunciando los riesgos que amenacen el derecho a la educación en condiciones de igualdad.
La revisión que proponemos parte de nuestra experiencia acumulada y del convencimiento de que es necesario que los miembros de esta institución aporten el valor que corresponde a la posición lícita que ostentan, siempre con la referencia de las grandes normas y los principios que regulan nuestro estado democrático. La orientación actual de la inspección educativa la conduce a mantener una posición débil, que puede llegar a ser inútil, por su influencia sobre el sistema educativo, a pesar de desarrollar actuaciones que bajo la apariencia de un movimiento frenético no inciden de forma real y profunda en lo esencial. Por tanto, no basta con la ilusión de un supuesto prestigio histórico; la importancia, o no, de nuestro trabajo dependerá de su impacto sobre la garantía del derecho a la educación de todos los ciudadanos.
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