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The economy, stupid se convirtió en el lema de la campaña presidencial de Clinton en 1992. Meses antes nada hacía pensar que el presidente Bush no fuera a conseguir su segundo mandato. Sus importantes éxitos en política exterior habían llevado su nivel de aceptación al récord histórico del 90 %. Parecía difícil derrotarle, así que James Carville, estratega de campaña de Clinton, pensó que había que incidir en lo que preocupaba a los ciudadanos. Para centrar el mensaje colocó un cartel con tres ideas, esta entre ellas. Y ese recordatorio se convirtió en una suerte de leitmotiv que resultó fundamental para ganar las elecciones.
Hoy, se ha convertido en un clásico para recordar qué es lo esencial a tener en cuenta en cada momento y si existe algo que debiera preocuparnos es la situación social y económica de nuestros jóvenes. No es algo que afecte tan sólo a España, pero estamos muy lejos de ser un país atractivo que les ofrezca un futuro personal ilusionante. A partir de los cincuenta, las sucesivas generaciones tenían la certeza de que disfrutarían de mejores condiciones de vida que sus padres. Los niños de la guerra sólo supieron de esfuerzo, entrega y humildad para crear un entorno favorable a sus hijos nacidos con el baby boom de los sesenta. Sus nietos constituyen una generación infinitamente mejor preparada y cosmopolita pero mucho más escéptica ante su presente y temerosa de su futuro. Y siempre, son más importantes las expectativas que la propia realidad si se trata de construir el mañana porque resulta más incentivador escalar una montaña que sentirse al borde del precipicio.
En un reciente informe publicado por Freemarket Corporative Intelligence, titulado gráficamente España no es país para jóvenes, se desgrana la difícil realidad de una generación que ha disfrutado de mayores y mejores oportunidades educativas que las precedentes pero que asume graves contradicciones. Pues junto a un alto porcentaje de jóvenes con estudios superiores, sean universitarios o de formación profesional –la mitad de quienes tienen entre 25 y 29 años, que es el cuádruple que en 1980– sufre la segunda tasa más alta de abandono prematuro de la formación de toda la UE. Dato que no dice nada bueno de nuestro sistema educativo.
Nuestros jóvenes se enfrentan a un mercado laboral laberíntico y normativamente complejo, poco flexible y profundamente ineficiente, resultado de décadas de intervencionismo estatal que nunca ha conseguido sacarnos de la cola del paro europeo. Y además, como señalan todos los estudios, el porcentaje de contratos a tiempo parcial de los jóvenes (16 a 30 años) dobla la de la media de la población general (13,5%) llegando a ser de dos tercios en la franja de 16 a 19 años. Además, la tasa de temporalidad del conjunto de la población repite el esquema: supone el 17% de los contratos en 2023 pero es el 62% en los trabajadores entre 16 y 19 años, el 46% para los de 20 a 24 años y un 28% en la franja de 25 a 29. Sumemos a todo esto que reciben salarios un 35% por debajo de la media y que su carrera profesional viene ralentizándose a efectos salariales desde hace demasiado tiempo. Si echamos la vista atrás vemos cómo los nacidos en 1955 alcanzaron la base media de cotización a la Seguridad Social a los 27 años en tanto que sus hijos, nacidos en 1985, aún no la han logrado.
Esta inadmisible precariedad laboral sumada a una tasa de desempleo excesivamente alta provoca una indeseada situación en la que los bajos salarios y las dificultades para acceder a la vivienda, que merece un análisis detallado, retrasan la edad de emancipación, anulan las posibilidades de prosperar y generan graves incertidumbres ante un futuro que se les presenta oscuro y deprimente. Y no es sólo un sentimiento; es una evidente realidad.
Lo más triste de todo es que nuestros políticos, más interesados en mantener el poder que en actuar como estadistas y pensar en las próximas generaciones, ni han definido, ni parecen tener interés en desarrollar políticas para solucionar este grave problema dado el escaso peso demográfico y por tanto, electoral, de los jóvenes españoles que sólo representan el 15% de la población frente al 21% que suponía en 1980. A su vez, los mayores de 65 años han pasado del 11% al 21%. Una situación que será aún más acusada en unos años dado el envejecimiento de la población española y la caída de la natalidad.
Pomposas y hueras declaraciones aparte, resulta vergonzoso comprobar que la mayoría de las acciones del Gobierno no pasen de repartir limosnas que actúan como meros placebos. Sean bonos culturales, descuentos en transporte o propuestas para regular los pisos compartidos en lugar de implementar políticas de vivienda que no nos devuelvan a las habitaciones con derecho a cocina y baño comunitario de la posguerra.
En razón a todo ello, sienten, y es más que comprensible que así sea, que van a vivir peor que quienes les precedieron y ante la inacción política acaban cayendo en las garras del populismo de uno y otro signo que ofrece soluciones milagrosas a problemas complejos. Si no asumimos algo tan evidente como que el porvenir de un país depende de la aportación de sus jóvenes, y actuamos en consecuencia, nuestro futuro a medio plazo se presenta tan perturbador como desasosegante.
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