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Alguien muere mientras escribo estas líneas. Morir es un hecho natural como nacer y vivir. Y a pesar de saberlo creemos que es una tragedia. Para intentar comprenderla los hombres prehistóricos establecieron rituales mortuorios y crearon la idea o la ilusión de que el difunto poseía un espíritu, que sobrevivía y andaba vagando por lugares indeterminados. El cuerpo, por su parte, se descomponía al ser enterrado o quemado. Respetar los restos materiales y venerar el espíritu del muerto constituyeron dos grandes aportaciones a las culturas posteriores que no dejaron de interrogarse sobre la cuestión.
¿Dónde están las almas de los que han muerto? ¿Qué relación podemos establecer con ellas? Las civilizaciones mediterráneas ofrecieron sus propias respuestas, manteniendo y profundizando en la idea de que el hombre es un ser espiritual, dotado de un alma inmortal. Sin embargo, a la pregunta de dónde están las almas de los muertos se respondió de dos maneras: que los muertos no están, porque la muerte es el estado de no existencia. Y si están se encuentran en el inframundo, un lugar vetado al hombre vivo, excepto a Ulises, de lo cual se deducía que nuestra relación con los muertos solo puede ser espiritual. El seol judío, el mundo soterrado egipcio y el hades griego son los nombres de ese inframundo. El cristianismo, que les siguió en el tiempo, aportó una idea revolucionaria sobre la muerte: la fe en la resurrección de la carne. Cuerpo y alma volverán a unirse.
Sin embargo, la desacralización que se ha extendido desde el siglo XIX ha provocado la evolución del pensamiento sobre la existencia del alma después de la muerte. La respuesta mayoritaria de esta sociedad tecnológica es que las almas de los muertos no están, no existen. Sin embargo, hay quienes han encontrado la solución al interrogante sin respuesta: el recuerdo y la memoria de los muertos los devuelve a la vida. En el cuento de Joyce, Los muertos, magistralmente llevado al cine por John Huston poco antes de su muerte en 1987, se recoge esa idea de que los muertos no están sino en el recuerdo nostálgico e imborrable de quienes les habían amado en vida.
Gretta y su esposo Gabriel acuden a la fiesta de Navidad que todos los años organizan en su casa las señoritas Morkan. En un ambiente cordial y culto los invitados intercambian opiniones sobre música, teatro y otras artes. Al finalizar la velada, mientras van despidiéndose de las anfitrionas, alguien entona una vieja canción irlandesa, The Lass of Aughrim. De repente, a Gretta le invade una devastadora melancolía. La canción le devuelve la imagen y el recuerdo de un joven que la amó y que gustaba de cantarla. Había muerto por ella. Al escuchar el relato de Gretta sobre aquel joven, pensó Gabriel en cómo su mujer “había albergado en su corazón durante tantos años esa imagen de los ojos de su amado mientras le decía que no deseaba vivir”. “Una sensación así debía ser amor” concluyó.
Un día hay vida, y entonces, de repente, aparece la muerte. Así comienza P. Auster La invención de la soledad, una obra reflexiva sobre la muerte de su padre y la memoria. Mientras vaciaba la casa paterna de todo lo que contenía, sintió que no había nada más terrible que enfrentarse a las pertenencias de un hombre muerto. Pero las fotografías que guardaba su padre le hicieron pensar que “mientras las mantuviera ante su vista contemplándolas con absoluta atención sería como si estuviera vivo, incluso en la muerte. Y si no vivo, al menos tampoco muerto; más bien en suspenso”. “Había perdido a mi padre; pero al mismo tiempo lo había encontrado”. Desprenderse de sus corbatas le hizo recordar su infancia y se le hizo intolerable; y fue entonces cuando las lágrimas asomaron a sus ojos. Aquel acto parecía simbolizar para él “el verdadero funeral”, más que la visión del ataúd en la fosa. “Por fin comprendí que mi padre estaba muerto.” La muerte despoja al hombre de su alma, dice Auster, pero sigue existiendo como idea, como un conjunto de imágenes y recuerdos en las mentes de otras personas. Porque “la Memoria es el espacio en que una cosa ocurre por segunda vez”
Recordar es vivir de nuevo. La tradición de llevar flores a la tumba es venerar y respetar a nuestros muertos. ¿Seremos dignos de que alguien nos recuerde? Los versos de Pizarnik podrían ser una ofrenda poética a quienes nos acompañaron en la vida: “En fin, aquí me tienes siempre. No pienses, aunque haya silencio, que también hay olvido. Tú sabes que no es así. Nunca podrá ser.”
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