El retrato de un hombe bueno
La tribuna
La mirada desde el otro lado del tiempo nos hipnotiza. Son los ojos de un adolescente que observa sereno el horizonte de lo que quizás será su vida. El retrato nos asombra porque muestra a un jovencísimo Francisco Giner de los Ríos, el gran pedagogo andaluz que impulsó la gran revolución educativa en España, la Institución Libre de Enseñanza (ILE) que cambió el país y propició la Edad de Plata.
El lienzo, pintado por Manuel Ojeda y Siles, permaneció escondido durante décadas, guardado en un armario, a salvo de las inclemencias de la Historia, refugiado de la intemperie de la guerra y la dictadura. Ahora ha regresado a la ILE, el centro del que procede, como parte del proceso de devolución iniciado el Ministerio de Cultura con los objetos artísticos incautados por el franquismo.
Esos ojos del adolescente nos devuelven la mirada limpia de un hombre bueno, porque don Francisco Giner de los Ríos fue por encima de todo una figura ejemplar. Bien lo sabían los hermanos Machado que toda su vida recordaron la figura del “maestro querido”. El abuelo de los Machado, muy amigo de Giner de los Ríos, decidió que la familia marchara a Madrid en 1883 porque tenía claro que sus nietos debían estudiar en la ILE. Y allí, en la clase de párvulos, vivieron la última parte de su infancia. Pasaron del jardín sevillano del Palacio de Dueñas al jardín de los hombres buenos, en aquella escuela elemental que marcaría su formación, pero sobre todo su ética de personas honradas y honestas.
Manuel hablaba del “maestro adorable y adorado” como el Santo Giner de los Ríos. Y Antonio recordaba las escenas infantiles en aquel jardín de los hombres buenos: “Cuando aparecía don Francisco, corríamos a él con infantil algazara y lo llevábamos en voladas hasta la puerta de la clase”. Cuando en 1915 murió Giner de los Ríos le dedicó un hermoso poema en el que le daba voz para contarnos su legado: “Hacedme un duelo de labores y esperanzas./ Sed buenos y no más, sed lo que he sido/ entre vosotros: alma”.
Este adolescente que nos observa desde ese retrato congelado en el tiempo medita, sueña, piensa y desvela cómo sería su modo de enseñar socrático: el dialogo sencillo y persuasivo. El querido maestro estimulaba el alma para que entrara el conocimiento. Y eso, en una España marcada por unos métodos de enseñanza cargados de tormento, grisura y memoria sin reflexión, fue una auténtica revolución. Una revolución peligrosa… Por eso, en la dictadura franquista se intentó borrar la huella de esa forma de pensar. Es la razón por la que este retrato ahora recuperado arrastra una sombra de silencio. Una veladura de miedo, a pesar de que el joven mira con esperanza un futuro que intuye luminoso. Tiene toda la vida por delante.
A este retrato del Giner de los Ríos adolescente se une otro reciente rescate: el cuadro que pintó Sorolla y que regaló a Manuel Bartolomé Cossío, el heredero espiritual del santo laico de la ILE. Cossío continuó con la labor iniciada por Giner de los Ríos impulsando iniciativas como las Misiones Pedagógicas para llevar la cultura a las aldeas y pueblos olvidados. También otros proyectos de la Edad de Plata como la Residencia de Estudiantes, el Centro de Estudios Históricos o la Junta para la Ampliación de Estudios.
A la muerte de Cossío, ese cuadro de un Giner de los Ríos ya anciano pasó a ser propiedad de la hija de su sucesor, Natalia Cossío, esposa a su vez del malagueño Alberto Jiménez Fraud, director de la Residencia de Estudiantes. Tras la guerra, la pareja tuvo que marchar al exilio, y el lienzo colgó de una pared de la casa en Oxford. Hasta que no hace mucho regresó a España para custodiarse en el lugar del que había salido: la ILE. Justo donde ahora se une al retrato de Giner de los Ríos joven. Hay un hilo que une las miradas pintadas del hombre anciano y el hombre adolescente. Un hilo invisible en el que podría dibujarse la crónica trágica de España con todos sus silencios, olvidos, horrores, desidias, exilios, guerras y memoricidios.
Sin embargo, a pesar de ese relato desasosegante hemos vivido este final luminoso para el retrato que se ocultó en un armario, porque representaba la historia de un hombre bueno. Se intentó silenciar a Giner de los Ríos, pero su labor había sido demasiado profunda. Había marcado el alma de otros tantos hombres buenos. Antonio Machado recordaba en su poema dedicado al maestro querido las excursiones que hacía por los azules montes del ancho Guadarrama. Y nos desvelaba dónde reposaba el corazón de Giner de los Ríos “bajo una encina casta,/ en tierra de tomillos, donde juegan/ mariposas doradas…”.
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