Opinión
Carlos Navarro Antolín
El Rey brilla al defender lo obvio
VIVIR
Caminas por un antiguo sendero, rodeado de la serena belleza de un paisaje enigmático, de un verde apabullante, húmedo. Sobre la misma tierra que vieron los almohades, después los nazaríes y después de eso, tras la llegada cristiana, ese suelo se tiñó de sangre en las batallas contra los moriscos. Como sucede en tantos rincones de Granada, andas sobre los siglos.
Has salido de casa sin pereza uno de esos domingos de coche y descubrimiento de algún nuevo rincón. Esta vez la brújula te va a llevar camino de la Costa y el lugar elegido es la zona de los Guájares, un valle escondido a un escalón del litoral, donde el aire trae en ocasiones un ligero olor a salitre. Del que las secciones de viajes de las revistas hablan últimamente.
Has cogido un camino, no has mirado la ruta en internet por lo que no piensas en que vas a encontrar algo más que naturaleza, y luego planeas ir a visitar los tres pueblos blancos que dan vida a este Valle. Antes de eso, la intención es dar una buena caminata para hacer algo de deporte. "Y tanto que voy a merecerme el tapeo del mediodía", piensas cuando emprendes la subida de una cuesta que te arranca el aliento conforme adelantas los pasos.
Entonces algo extraordinario captura tu atención, al final de la subida sisífica el instinto curioso te posee cuando descubres un tesoro arqueológico con siglos de historia y del que, por suerte o desgracia, no habías tenido noticias. El pulso galopa un poco más fuerte de lo que ya venía cuando subías, mientras un pasado olvidado cobra vida ante tus ojos. Un poblado fortificado emerge, testigo silencioso de una civilización de la que somos, en parte, herederos.
Se trata de un asentamiento rural de carácter esencialmente residencial datado entre los siglos XIII-XIV (final del mundo almohade y comienzos de la época nazarí) llamado 'El Castillejo', frente a la localidad de Guájar Faragüit y cerca de la vecina Guájar Fondón. Allí, en el Valle del río Toba, se acaba de alzar ante ti la conexión entre el presente y el pasado, un instante mágico para los amantes de la historia y el patrimonio.
Hay quienes citan a este lugar como el Machu picchu granadino, seguramente por su altura, el estado de la fortificación y sus considerables dimensiones (espacio oval de unos 120 metros por 130) que, mirada desde arriba y con todo el inmenso paisaje verde que le acompaña justo debajo, sí es asimilable -con muchos matices- a la imagen que enfrentas en la ciudad peruana.
En el recinto hay una placa con una extensa información del lugar que ayuda a imaginar cómo era este poblado cuando tenía vida. Explica que el interior de este tesoro histórico está ocupado por numerosas viviendas de distintos tipos pero, todas ellas, con características similares: cuentan con varias habitaciones diferenciadas y casi todas tienen un patio abierto en torno al cual se organiza el resto de la casa.
Como todo asentamiento de la época éste tiene un aljibe, es de planta rectangular y cuenta con los restos de un techo abovedado que solamente se conserva en parte. El asentamiento también tiene sus calles, como se aprecia en la fotografía, que unen las distintas zonas y que están marcadas por la topografía donde se asienta. Este pequeño 'pueblo' contaba además con canalizaciones de agua como atestigua la alberca que se encuentra en el exterior de la fortificación.
La información del lugar también cuenta el final de este asentamiento: siguiendo las pistas de la cerámica encontrada, los habitantes del poblado se marcharon de sus casas de manera precipitada, puede ser que detonada por una invasión, rebelión o quizás un desastre natural como un terremoto.
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