Castillos de arena

Todo nos dice algo. Dijo David Foster Wallace que todas las canciones de amor son canciones al que canta

Una moneda antigua. La foto de tus hijos en la cartera. Una estampita de Santa Ángela de la Cruz. Una vela. Un oso de peluche. Una piedra de cuarzo. Todos creemos en algo. Todos pensábamos que el Gordo, este año, sí nos tocaba. Pasa también el resto del tiempo. Esta vez apruebo. Es ella, estoy seguro. Me concederán el ascenso que pido. Siempre estaré ahí. Se curará. No saldré de esta. Nada tiene solución. Lo sabía.

A cada cual el mundo, en todas sus humildes manifestaciones, le dice algo. Lo mismo puede significar lo contrario para dos personas. Muchas de las tradiciones resultan indispensables para unos cuantos, y se las espera y se las acoge como la base sobre la que se asientan nuestras vidas y nuestro arraigo, y para otros son una razón para marcharse, para no estar.

Todo nos dice algo. Dijo David Foster Wallace que todas las canciones de amor son canciones al que canta. “Te echo de menos” quiere decir “me echo de menos”. Foster Wallace se acabó colgando del sótano de su casa, por lo que entendemos lo que quiso decir. Hay gente que no se encuentra nunca, que anda siempre planteándose por qué hizo o no hizo alguna cosa, por qué los demás no cambian o se distancian demasiado de nosotros o de quienes creíamos que eran. Ando leyendo las Confesiones de San Agustín, una suerte de autobiografía espiritual, en la que este se pasa medio rato alabando a Dios y el otro rato contándonos su vida y haciéndose preguntas. Es un libro bastante entretenido, en el que uno descubre, por ejemplo, que a él le pasó lo mismo que a Tolstoi o a tantos diputados conservadores: su madurez es un intento eterno de compensar los excesos de una juventud veleidosa, desbocada y salvaje, a la que no pueden o no saben acceder más. No es que me sienta especialmente identificado con esta parte de sus memorias, pero sí con otra, con esa búsqueda de un dios bueno, siempre presente, que aloje en él todas las paradojas, también a nosotros mismos, y nos entienda y acepte.

A mí la lectura de las Confesiones me ha pillado desprevenido. No esperaba encontrar en ese canto de amor a Dios lo que realmente es: la búsqueda eterna de la certeza, del sentido. Vivir es perderse, vivir bien es perderse para encontrarse. Leo sus palabras y sustituyo en ellas a Dios por otra cosa, por otra palabra: el amor, el perdón, la paz interior. Pienso a veces que huir, por motivos comprensibles, de la religión y sus preceptos no garantiza nada si no sustituimos su orden con cualquier otro, el que sea. Ese es mi deseo para todos ustedes: encuentren sus acogedores y efímeros castillos de arena. No tenemos otra. Feliz año.

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